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DERRIBAR MITOS PARA SALIR DE LAS RUINAS DE LA NORMALIDAD NEOLIBERAL

Actualizado: 6 jul 2021

Por Nahuel Sosa y Ulises Bosia


En tiempos en que la imaginación colectiva está poblada de distopías, donde los horizontes colectivos son difusos y muchas veces el temor nos hace imposible proyectar a largo plazo, también emergen discursos que portan la esperanza de que la pandemia traiga consigo un mundo mejor. Esta convivencia de sensibilidades políticas encontradas funciona como hecho y síntoma del momento de gran incertidumbre en el que nos encontramos. Hay algo más que la vieja alquimia entre el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad, postulada por Gramsci, algo más que presenciar un momento donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo de nacer… quizás sea el estado de ánimo que corresponde con la vivencia generalizada de un momento de crisis civilizatoria que abre la oportunidad de repensar todo de nuevo.

Las grandes crisis que sacuden a las sociedades nos colocan ante una pregunta fundamental: cómo (sobre)vivir juntos. Qué es lo que nos une y qué es lo que nos separa, cuáles son nuestros objetivos e intereses comunes. El coronavirus visibiliza lo mejor y lo peor de nuestra condición humana, lo peor y lo mejor de nuestro sistema social, evidencia los valores que están en disputa y visibiliza los límites del orden mundial.

Quedó a la vista la faceta depredadora de las élites que pretenden hacer un negocio de las tragedias. Se vieron, también, expresiones novedosas de solidaridad como los aplausos a quienes con su trabajo se exponen para mitigar los efectos de la pandemia. Son pocas las veces en que la humanidad se encuentra ejerciendo una acción colectiva de forma global y simultánea, son pocas las veces también en que tenemos la oportunidad de cambiar radicalmente nuestras subjetividades, valores, deseos.

El teórico marxista Frederic Jameson decía, con mucha razón, que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Miles de series, películas, novelas, cuentos nos hablan de pestes, terremotos, tsunamis, invasiones extraterrestres o apocalipsis zombis que podrían acabar con la humanidad. Pocas, por no decir ninguna, nos dicen cómo sería un futuro poscapitalista. Netflix, Disney, HBO, FOX hacen de las distopías una narrativa aggiornada del fin de las ideologías, recurso que fue furor en los noventa y que expresaba “el fin de los grandes relatos”, para que creyéramos que había llegado la hora de las experiencias pequeñas, fragmentadas, de la individualidad limitada al presente, es decir, el reino del neoliberalismo en el que no hay historia ni futuro. Nuestras subjetividades se organizaron de ese modo, sobre la base de la inmediatez, la flexibilidad, la precariedad y lo efímero: la falta de garantías y de derechos se embelleció con el culto del presente.


La industria del entretenimiento está al día con las necesidades del mercado. Por eso justamente de lo que se trata es de invertir la lógica: hay que poder imaginar el fin del capitalismo para que pueda seguir existiendo el mundo. ¿Cómo se conecta ese ejercicio de ampliación y exploración imaginativa con la pluralidad de interpretaciones, a tiempo real, de lo que estamos viviendo?

Si algo nos enseña la historia de las catástrofes es que muchas veces han sido parte esencial de procesos de reconfiguración de la vida social. Vista desde este punto de vista, la pandemia irrumpió con toda su potencia destructiva para subvertir una normalidad a la que, con toda probabilidad, será imposible regresar. El virus como partero de la historia. Existe una larga tradición en las ciencias sociales que enfatiza la importancia de condicionamientos estructurales traumáticos a la hora de analizar los cambios sociales: crisis económicas, guerras, cambios tecnológicos, epidemias, etc. Desde luego, se trata de hechos contundentes que transforman la historia, y por lo tanto se constituyen en aspectos imprescindibles a la hora de interpretarla.

Existe otra tradición a la que podemos recurrir, que pone el foco en la praxis humana como motor de las transformaciones sociales, que concibe a la historia con un mayor grado de apertura e incertidumbre, y señala que se corre el riesgo de olvidar que detrás de todo fenómeno social hay relaciones sociales, por lo que las cuestiones estructurales no operan de manera totalmente independiente de la acción de las mujeres y los hombres. Naturalmente, se trata de una visión también imprescindible a la hora de mesurar el papel de los grandes liderazgos nacionales e internacionales en esta crisis, así como también los impulsos y tendencias que promueven los pueblos, que se las rebuscan para trascender las limitaciones y sustituir las movilizaciones en las calles por las redes sociales, las cacerolas en los balcones o los medios de comunicación.



En tercer lugar hay un planteo que hunde sus raíces en el fondo de los tiempos, pero no por eso deja de tener actualidad y presencia en la conciencia de los pueblos. Es la visión que ve en la pandemia un signo de un desequilibrio más profundo. Sea como un mensaje de una divinidad que nos advierte que retomemos una senda perdida, o como un síntoma de que sobrepasamos los límites de nuestras posibilidades, tal como ilustraba en la antigüedad el mito de Prometeo. Si el primer caso permea principalmente a través de prismas religiosos cada vez más revitalizados, el segundo suele adoptar la forma de un cuestionamiento de corte ecológico a la racionalidad técnica del capitalismo, que asume a los seres humanos como entidades exteriores a la Naturaleza, a la cual están en condiciones de dominar y manipular sin tener en cuenta más limitaciones que las de la propia voluntad.

Lo concreto es que a la hora de poner en el centro las posibilidades de transformación social, entre estos tres puntos de vista se puede encontrar un denominador común: el mundo que viene estará mediado por el resultado de las decisiones políticas que se tomen en la actualidad, ante los desafíos que generan las inéditas circunstancias existentes. Pero esa carga de intensidad en las posibilidades que se abren no lleva a ignorar sino a realzar que, en todo tiempo histórico, las transformaciones sociales se realizan sobre la base de los climas de ideas previamente existentes, que expresan siempre una transacción entre tradiciones y rupturas.

Hoy, en tiempos donde la humanidad vive una pandemia que produce efectos inéditos en el campo de la salud, la economía, la cultura y la política, se torna imprescindible discutir cuál es el rol del pensamiento crítico y de la intelectualidad. Porque disociar la teoría de la práctica es una dicotomía tan falsa como tener que elegir entre la salud o la economía. No hay ninguna acción política, decisión gubernamental o política pública que no se sostenga en algún saber técnico, científico o académico. Pensar es hacer, y las crisis tienen la inmensa capacidad de fomentar la producción de conocimiento.

León Rozitchner decía algo bastante cierto: “si los pueblos no luchan, la filosofía no piensa”. Podríamos agregar que el problema es que muchas veces los pueblos luchan y la filosofía igual decide no pensar en esas luchas. No es casualidad. Durante siglos, las élites que detentan el poder real han elaborado distintas estrategias para ubicar el campo de las ideas como algo ajeno a lo cotidiano, a lo común, a lo útil. Cuanta más distancia, menos apropiación y representación; y como suele suceder con aquello que resulta extraño, lo rechazamos. Así es como se ensancha el campo para reproducir las dominaciones y las colonialidades.

En ese sentido, vale resaltar que hay un rol para la intelectualidad, a condición de tomar distancia de aquello de que “el búho de Minerva despliega su vuelo en el ocaso”. Indudablemente, dentro de unos años habrá mejores condiciones para producir conocimiento científico sobre lo que significó la pandemia. Pero si se invita al pensamiento a esperar prudentemente que el objeto de su indagación quede en el pasado, también se lo conmina a abandonar los debates y combates de su tiempo, se toma partido por la asepsia política, se cae en la trampa de la neutralidad científica. En última instancia, se lo conduce a “la antología del llanto y no a la historia viva de su tierra”, como formuló genialmente Rodolfo Walsh.


Bajo mis pies, la tierra…

Las primeras interpretaciones que se viralizaron, compiladas y popularizadas en “Sopa de Wuhan”, mayormente recogieron las inquietudes existentes en la intelectualidad europea. Es posible distinguir en muchas de ellas una preocupación extendida sobre la acentuación de las dinámicas de excepción y una profundización de las tecnologías de control social que llevan a ver cómo las respuestas ante la pandemia confirman y amplían el supuesto de que los Estados nacionales son, ante todo, entidades peligrosas ante las que hace falta extremar las precauciones. Lejos de cualquier perspectiva “maternal” –según la feliz expresión de Rita Segato-, el Estado se mantiene en estas ópticas como un padre patriarcal ante el que conviene sustraerse de su mirada opresiva y vigilar que no sobrepase sus atribuciones.

Lo notable en la actualidad argentina es que estas visiones liberales, tanto de izquierdas como de derechas, que frecuentemente impregnan el sentido común cosmopolita de las clases medias urbanas, parecen estar reducidas a un mínimo. En cambio, el neoliberalismo cool y su cultura hiperindividualista fueron puestos en cuestión. En apenas segundos se viralizó el hashtag #TeCuidaElEstadoNoElMercado, mientras la consigna central contra el Covid-19 -“Nadie se salva solo”- conduce directamente a un choque contra el espíritu individualista y autosuficiente de cualquier meritocracia.

El Estado en América Latina, se ha dicho ya muchas veces pero la disputa de sentido permanece sumamente vigente, es una condición necesaria –aunque no suficiente- para el desarrollo, la justicia social y la autonomía nacional. No se trata de limitar sus capacidades ni mucho menos de enfrentarlo de conjunto, sino de disputar su sentido, de habitarlo, de transitar sus grietas y abrir posibilidades de acción inexploradas o largamente negadas. El Estado, concebido en última instancia como cristalización de relaciones sociales, expresa en su realidad, su orientación y sus limitaciones, las relaciones de fuerza predominantes en la sociedad y, a la vez, es una fuerza de enorme potencia para torcerlas en un sentido emancipador.

La pregunta central entonces es: ¿qué tipo de Estado necesitamos para superar de una vez -y para siempre- a un capitalismo financiero que, mientras más se desvanece su capacidad de construir sentido común, más lucha por sostenerse?.

Sin dudas, para que esto último sea efectivo es imprescindible restituir y reconstruir una noción de Estado social, exitosa desde las políticas públicas y los logros materiales, pero también desde el campo de la simbología. El Estado, nuestro Estado, debe ser un nuevo Estado: plebeyo y sensible. Que recupere lo mejor de las tradiciones distributivas pero que a su vez sea capaz de desenvolverse en un mundo donde el obrero de overol de los Tiempos Modernos de Chaplin es una pieza minoritaria. Que explore cómo enfrentar los mecanismos actuales de la acumulación capitalista, que detecte los flujos por los que efectivamente pasa la extracción de plusvalía y la desposesión de los sectores populares. Un Estado capaz de construir una narrativa de progreso que no dialogue sólo con quienes ya están convencidos, sino que vuelva a enamorar a las grandes mayorías.

A diferencia de la experiencia europea reciente, en América Latina contamos con el privilegio de tener en la memoria colectiva reciente una variedad caleidoscópica de experiencias nacionales y populares que, en pleno siglo XXI, cuestionaron el dominio neoliberal, una vez que consiguieron conquistar por la vía democrática el gobierno del Estado. Así, al calor de estos procesos, operó un recorrido en el pensamiento que facilitó resituar el pensamiento político en la centralidad de las grandes transformaciones, trascendiendo así el refugio de la micropolítica. Cada una de las experiencias nacionales, y de conjunto la experiencia de integración continental, con sus aciertos y errores, trazaron un sendero que hoy nos permite contar con una mirada más concreta y precisa sobre las posibilidades de transformación que se dibujan en el horizonte, más allá del posibilismo neoliberal de las socialdemocracias europeas hace tiempo naufragadas, más acá de las formulaciones maximalistas de un pensar tan radicalizado como improductivo.


Una agenda posible de transformaciones

La pandemia ha puesto al desnudo muchas contradicciones en el campo de la economía, la salud y la política. Los hombres y las mujeres estamos de nuevo frente a un espejo roto, que refleja los límites de un capitalismo financiero y voraz, pero también refleja el desafío de animarnos a pensar en sociedades alternativas.

Por eso es importante volver a observar la sociedad desde el conjunto. Recuperar la idea de solidaridad social e integralidad. El aislamiento es físico, pero no social. Las acciones colectivas son claves para superar el hiperindividualismo porque dan sentido al encuentro, construyen un nuevo nosotras y nosotros, politizan el espacio público e instituyen un nuevo tipo de ciudadanía.

La revalorización de la vida comunitaria lleva por un lado a poner el ojo en las tareas de cuidado, a las que hoy podemos identificar de otro modo después de años de insistencia de los planteos feministas. Por otro lado también mueve la atención a las urgencias estructurales que los movimientos sociales sintetizan en el programa de las “tres T”: tierra, techo y trabajo, deudas persistentes de la Argentina actual. Planteos que en otras condiciones resultaban utópicos, hoy comienzan a ser evaluados como posibilidades concretas: entre ellos se destaca el Salario Universal, una propuesta que se propone garantizar para toda la población un piso mínimo de ingresos, y que ya cuenta con antecedentes exitosos como la AUH, el Salario Social Complementario o el Ingreso Familiar de Emergencia. Muchos otros temas se acumulan, ante la tarea de construir una nueva agenda política: el cuidado de la casa común, el rol de las fuerzas de seguridad, la soberanía alimentaria, la excesiva concentración territorial de la población.

No es banal tomar nota de que, quizás por primera vez después de la Guerra de Malvinas, nuestra sociedad está viviendo una experiencia en la que las autoridades políticas subordinan de forma abrupta y contundente el conjunto de dimensiones de la vida social -la economía, la vida social, el trabajo, la educación, la cultura, los cultos religiosos, hasta el fútbol- a un objetivo estratégico común: el cuidado de la salud. Una suerte de ensayo de planificación estratégica conducido por el Estado y acompañado por la sociedad.

¿Cómo va a procesar nuestra sociedad una experiencia como ésta?. Dicho de otro modo, si al terminar la cuarentena resulta exitosa, ¿qué impediría que nuestra sociedad se organice en torno de otros objetivos estratégicos, como los mencionados arriba?. Si gran parte de nuestra sociedad revalorizó el paradigma de los cuidados, el sentido de lo público y la importancia del Estado más allá de sus identidades políticas, ¿por qué no potenciar estas transformaciones, que son luchas por el sentido común y, por lo tanto, luchas profundamente políticas?. Más aún cuando la experiencia indica que probablemente el neoliberalismo intente colocarlas como parte de un tiempo de excepcionalidad que debe diluirse en el regreso a la normalidad.

Tanto Cristina como Alberto han hablado en reiteradas oportunidades de la necesidad de establecer “un nuevo acuerdo social”, de tejer “un contrato de ciudadanía” que sea capaz de establecer consensos básicos. El neoliberalismo niega el conflicto en nombre del diálogo y la República, sin embargo aplica políticas económicas y sociales que recrudecen la conflictividad. El acuerdo social no es pensar todos igual, tampoco se puede limitar a una puja de precios y salarios. Por el contrario es la posibilidad concreta de tener un espacio donde la sociedad construya síntesis sin negar las diferencias. ¿Por qué no podríamos sacar como conclusión que es posible e imprescindible forjar un acuerdo social para enfrentar una adversidad de envergadura y asentar sobre estas bases la nueva normalidad?

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